Hombres primitivos desaparecidos y en la actualidad
Según se deduce de sus ligeras y ocasionales observaciones, se han presentado los fueguinos a la mayoría de los viajeros de tiempos atrás, por su indómita y salvaje apariencia, de una manera tan extraordinariamente repulsiva, que han visto en ellos al «hombre-mono personificado», y los consideraban como seres que no habían evolucionado lo suficiente del verdadero estado animal. Más que ningún otro ha contribuido Charles Darwin (1809-1882) a la general expansión de esta falsa hipótesis. Partió de la fundamental consideración que hombre y mono son idénticos o parecidos en muchas características y que dicha coincidencia sólo puede explicarse con referencia a un común punto de origen.
La teoría de Darwin alcanzó en muy poco tiempo una extraordinaria difusión. Sobre ésta da el profundo filósofo y biólogo Bernhard Bavink (1940), la siguiente explicación:
A la misma corriente temporal de la segunda mitad del siglo pasado se debió también Ernest Haeckel (1834-1919), cuyas teorías, impregnadas del más vulgar materialismo, fueron recibidas jubilosamente por grandes masas populares. Contribuyó no sólo a que triunfasen en extensos círculos de incultos y semieruditos las hipótesis de Darwin sobre la selección natural, de la transformación y del origen simio del hombre, sino que trató de fundamentar semejantes hipótesis por medio de la denominada «ley fundamental biogenética». Esta última, que no fue inventada por él, no constituye una ley de valor general; se trata sólo de una regla que admite excepciones.
Tanto la teoría de la herencia, aceptada con tanto júbilo, tal y como la había planteado un Charles Darwin, así como las burdas manifestaciones de un Ernest Haeckel, hace tiempo que fueron rechazadas por la ciencia especializada en la materia. Las modernas ramas científicas de la biología de la herencia se oponen a la tenazmente defendida creencia del origen simio del hombre, admitida por ellos como dogma inquebrantable. El compacto grupo de discípulos que Ernest Haeckel había logrado reunir como una monástica comunidad de legos y que continuó su apasionado criterio, concebido como una labor de verdadera ciencia natural, ya no existe. Algunos escasos partidarios del darwinismo representan todavía hoy las teorías de su maestro, entre ellos, el anatomista inglés Sir Arthur Keith y el zoólogo norteamericano Gregory. Ambos sostienen que de una especie de mono que vivió en el mioceno se separarían al mismo tiempo las líneas evolutivas para la forma del chimpancé, del gorila y del hombre. Dicha especie pasó, antes de tener la verdadera forma humana, por el especial estado de Dryopithecus, y han transcurrido desde su presentación en el mundo unas 800.000 generaciones. Si calculamos la duración de una generación en 25 años, entonces habrán transcurrido desde la separación del hombre de su forma simia original cerca de 20 millones de años.
Únicamente es admisible en estas insostenibles hipótesis la siguiente: el origen y principio del género humano data de tiempos incalculablemente remotos, aunque hayan desaparecido hace tiempo los concretos puntos de referencia. Es evidente que sólo una rarísima casualidad o la extraordinaria suerte de algún investigador, podría descubrir alguna huella que alumbrase algo el profundo e incalculablemente largo desarrollo de tanta oscuridad. Por lo tanto, cada paso avanzado en nuestra ciencia, trae consigo nuevos problemas y plantea nuevas dudas. En realidad, las ciencias naturales se consideran incapaces de responder afirmativa y satisfactoriamente al trascendental problema del origen del género humano. Pero hoy puede afirmarse: ningún investigador serio habla ya de una inmediata derivación del hombre de una perfeccionada clase de mono. A quien repite las tantas veces suscitada pregunta: «¿Procede el hombre del mono?», le responde el nada sospechoso profesor H. Weinert, de Kiel, con esta réplica terminante:
«Quien escriba o hable del ‘mono’ en esta relación, revela que no comprende nada de la realidad» (Die Gesundheitsfuehrung, Berlín, mayo 1941). |
Explicar el principio de la vida en este mundo, la presentación del género humano en el decurso de la misma, su subsiguiente evolución y el origen de las razas humanas constituyen los fundamentales y decisivos problemas los cuales trata de resolver el naturalista.
De nada sirve plantear en primer término la tesis de que el hombre haya podido derivarse con probabilidad o seguridad de una determinada especie de mono.
Ahora bien, con no aceptar las teorías expuestas por Charles Darwin y Ernest Haeckel ni su árbol genealógico, no se rechazan tampoco la real y progresiva evolución del mundo vegetal y animal, inclusive la del género humano. En incontables fenómenos aislados se confirma un paulatino desarrollo y un progresivo desenvolvimiento de los seres vivos hacia formas más perfectas. El hecho, de querer negar la general y progresiva evolución, significa pasar tercamente con los ojos cerrados ante inequívocos justificantes históricos. Sin embargo, las opiniones de los especialistas divergen profundamente con respecto a las causas de la transformación de las especies y en sus repercusiones.
Si en principio nos decidimos por aceptar una derivación de los diferentes géneros y especies entre sí, tenemos que poseer un concepto muy claro de los diferentes caminos que ha recorrido cada una de dichas metamorfosis, así como necesitamos también conocer lo más exactamente posible todas las causas reales y efectivas de las mismas. Es indudable que existe también para los hombres una descendencia y desarrollo, aunque de momento no pueda explicar el naturalista cómo ha llegado a alcanzar el hombre su característica forma corporal, por la cual se destaca de todos los demás seres vivos. Quien no pueda estar de acuerdo con la idea de que el hombre haya entrado perfectamente formado en su existencia terrena, tiene que decidirse por una transición de un origen animal, sobre cuyo punto de partida y desarrollo se cierne todavía una impenetrable oscuridad.
Por todas las observaciones y hechos comprobados hasta el día de hoy se admite sólo un origen único del hombre, esto es, sólo una y única vez ha tenido lugar el extraordinario acontecimiento de la aparición del hombre y de ella se han derivado sin excepción alguna todos los demás. Ahora bien, en cuanto el problema de dónde se verificó, es decir, donde estuvo la cuna de la humanidad, resulta que las inseguras soluciones que se dan sobre las mismas se refieren casi a más lugares de la tierra de los que actualmente contamos.
Lo que a los hombres eleva considerablemente por encima de todos los demás seres vivos es su alma. Como ella por sí sola justifica la fundamental diferencia con respecto al animal, debemos ocuparnos preferentemente de la fundamental parte espiritual humana, más bien que del origen de su forma corporal. Agudas observaciones a este respecto ponen de manifiesto la enorme e infranqueable distancia de la espiritualidad humana con respecto al animal. Es misión de la filosofía investigar la esencia y función del alma humana. A nosotros nos corresponde sólo interpretar y valorar, con arreglo a métodos de investigación histórica, sus consecuencias en la realidad. De esta forma nos movemos dentro del campo de trabajo de la etnología, que constituye una rama de la historia general de la cultura. La cultura humana en conjunto, idioma y civilización, derecho y religión, economía y organización social, manejo de instrumentos y técnica, ciencia y arte, todo es función del alma. Siempre, donde y cuando se han descubierto rasgos de la presencia y actividad del hombre, sobran inequívocos indicios y pruebas concluyentes de su voluntad técnica y de su labor cultural. El animal es incapaz de una producción semejante; en ninguna parte se ha observado o comprobado con respecto a él dichos resultados.
Los más destacados especialistas están conformes en que la posesión de auténticos valores culturales y la utilización de instrumentos manufacturados, diferencia esencialmente al hombre del animal. De ello se deduce: todas las herramientas de trabajo y otros rasgos ciertos de la actividad humana que puedan descubrirse en los primitivos estratos de la tierra, son pruebas evidentes de que los autores de los mismos eran auténticos hombres, equipados con la misma aptitud psíquica y moral, incluso artística y religiosa, que poseen los pueblos salvajes de nuestros días. Estos numerosos e importantes descubrimientos nos llevan a la siguiente y terminante conclusión: los antepasados de las actuales razas humanas estaban capacitados con las mismas facultades espirituales que nosotros, encontrándose tan sensiblemente separado del animal como lo estamos nosotros mismos en el día de hoy.
Con ninguna otra tesis podríamos estar más de acuerdo que con la siguiente: el acontecimiento del origen del hombre es un hecho único y excepcional, y siempre que el hombre se presenta, se muestra portador de la misma capacidad espiritual que uno del siglo XX. El dónde y el cómo, el cuándo y el porqué de este primer principio de la Humanidad, continúa siendo para la investigación un oscuro e intrincado enigma de la más trascendente importancia. Pero tanto la prehistoria y la antropogeografía como la filología y la etnología, coinciden en que sólo una única vez en los millones de años transcurridos y en las incalculables variaciones de todos los seres, ha aparecido el hombre y precisamente con las características de ser completo y perfecto.
Admitamos la posibilidad -dicho sea otra vez- que la forma corporal del hombre se haya derivado de alguna manera del reino animal.
Con cuánta firmeza llenan las modernas teorías de la herencia a la misma conclusión, lo demuestran las palabras del destacado especialista profesor Eugen Fischer en Berlín (1939), quien criticando una especial característica racial humana declara:
Con la palabra «gene» designan las modernas teorías de la herencia cada uno de los gérmenes hereditarios existentes en la célula.
Por ahora tenemos que contentarnos con el estado de cosas que han elaborado la historia natural y de la cultura, esto es, que sólo una única vez -cuando fuera o donde fuera- se ha efectuado la aparición del hombre sobre la tierra. A nadie le es posible poner de manifiesto cuáles eran las características corporales que poseyeron los primeros hombres, pero es mucho más significativo que se han presentado y actuado como auténticos hombres y que, por tanto, tenían un alma. Si se lograra hacer derivar el cuerpo humano del reino animal por vía de herencia, no existiría entonces ningún animal, así como ningún otro paralelo en el mundo de los seres vivos. Como fundamental elemento de diferenciación entre hombre y animal se encuentra la existencia del alma humana.
Como ha quedado demostrado, disponen nuestro fueguinos de todos aquellos bienes que proceden generalmente de la actividad del espíritu; con semejante herencia -y precisamente por ella- ponen de manifiesto su remota humanidad. Puede que su economía y forma de vivir sea la más sencilla entre todas las clases de culturas parecidas o que por un insuficiente conocimiento de su desarrollo espiritual se les haya juzgado hasta ahora injusta y aún abyectamente; pero esa riqueza en bienes espirituales y materiales, como ellos realmente ofrecen, procede sola y exclusivamente de la facultad creadora de verdaderos hombres. Ese rico y maravilloso tesoro de múltiples valores de cultura, ya fue descubierto por mí en mis primeros trabajos de investigación. Quien no se haya podido todavía convencer que los indios en la inhóspita Tierra del Fuego son algo más que seres animales superiormente organizados, le tienen mucho que decir todavía las páginas posteriores.
Gracias a su alma fue superior el hombre prehistórico a todos los seres animales que vivían al mismo tiempo que él, lo mismo que los pueblos salvajes actuales guardan exactamente dicha separación con respecto al mundo irracional que les rodea. Ahora bien, ¿cómo se compagina con esta manifiesta contradicción la muchas veces repetida afirmación de que la forma corporal del hombre primitivo era muy parecida a la del animal, en especial a los de la familia del mono? Observados ligeramente presentan los cráneos diluviales mucha similitud con la forma craneana de nuestros primates, habiéndose propuesto, sobretodo con referencia a los primeros hombres del diluvio, que estaban más cerca del mono que de la actual humanidad.
Recuérdese en primer lugar que los cráneos humanos descubiertos, correspondientes a la época del diluvio, no presentan desde luego la primera forma originaria del género humano; más bien representan una superior y especial evolución que, observada muy superficialmente, ha llevado a los investigadores a apreciar ciertos caracteres de esos cráneos humanos como próximos a la forma animal. Consideraciones de biología de la herencia nos inducen a suponer que el primer hombre y las generaciones que inmediatamente le siguieron no se diferenciaban mucho en sus características corporales de un tipo medio, del cual han surgido todas las razas existentes en la humanidad actual. Nuestra deducción es una conclusión analógica: ocurre en la evolución hereditaria del hombre lo que se ha observado en los animales superiores. Cuando la zoología quiere ordenar sistemáticamente todas las razas y variedades de un determinado tipo, intenta partir de una llamada «forma típica», de la cual se pueden derivar todas las características del respectivo tipo. Lógicamente la forma típica está mucho menos diferenciada y especializada que todos los grupos o individuos que de ella han evolucionado. Si ahora nosotros, ante la consideración de semejante desarrollo en el reino animal, queremos reproducir una forma originaria para las diferentes razas y variedades humanas, atribuimos a esta «forma típica» varias características, algunas de las cuales han existido con seguridad. Enumeremos brevemente las más importantes:
La reducida estatura, por término medio alrededor de 1,55 m. en el hombre y 1,48 m. en la mujer. Dichas cifras corresponden indudablemente a las pequeñas razas humanas que fuera de Europa viven por todas partes, por ejemplo, los Samoyedos y Tunguses en el Asia septentrional, los Igorrotes de las Filipinas y la mayoría de los grupos Malayos y Esquimales. La estatura de las auténticas razas enanas queda considerablemente por bajo de las referidas cifras, así he comprobado entre los Pigmeos Bambutis de pura raza, en la selva virgen oriental del Congo belga, unas alturas medias de 1,44 m. para el hombre y 1,37 m. para la mujer. Los verdaderos tipos enanos o los tipos gigantes muy desarrollados se justifican como especializaciones, separándose por tanto considerablemente en su posterior evolución de la supuesta forma originaria.
El color moreno-claro de su piel. El tono castaño parece ser el verdadero color salvaje. Actualmente posee cada vez más la mayoría del género humano un color de piel parduzco. El cabello negro y medianamente grueso, lacio o algo ondulado. El cabello crespo y de forma de granos de pimienta de los negros es resultado de domesticación. Considerada biológicamente se encuentra todavía en el día de hoy en el mismo estado que nuestros animales domésticos. Las mutaciones distintivas producidas por ello, pueden ser debidas fácilmente a la continuada posesión y originan accidentalmente nuevas características raciales.
El iris de color pardo. Responde al moreno de la piel y al castaño oscuro de los cabellos.
La forma regularmente dolicocéfala de cráneo. Para agradable sorpresa nuestra es ésta la propia de los Pigmeos Bambutis anteriormente mencionados al este del Congo belga. Ya se sabe que el cráneo cartilaginoso embrionario presenta dicha forma proporcionalmente dolicocéfala. Como formas especializadas temenos, también, unos cráneos muy braquicéfalos o extraordinariamente alargados.
La frente elevada perpendicularmente, sin una superficie ondulatoria que merezca ese nombre, y sin aristas. Debido a ello se presenta casi lisa toda la superficie frontal.
El acusado prognatismo de los epístomos. Todo el maxilar avanza no de la extraña manera que es de apreciar en la mayoría de los negros.
Los labios entre delgados y regularmente gruesos. Los observamos en la mayoría de las razas actuales. Todos sabemos que la abultada mucosa labial representa una característica peculiar del hombre, que llega en los grupos negroides a su máximo desarrollo.
El comienzo achatado de la nariz con su lomo y paredes redondeados. Esta forma de nariz es característica de la mayoría, de los grupos raciales asiáticos.
Todavía podrían añadirse algunas otras destacadas características de aquella «forma originaria típica». Lógicamente las características raciales hereditarias son invariables. Pero, a pesar de ello, se originan transformaciones en la estructura hereditaria, en mayor o menor medida, bien por mutación o por modificación, trayendo consigo en el curso de una o varias generaciones variedades o nuevas razas. Es indudable que las razas muy numerosas mantienen casi sin variar las peculiaridades de sus características raciales, ya que si se presentan esporádicas y pequeñas desviaciones, éstas son eliminadas tarde o temprano por el elevado número nivelador de los individuos configurados uniformemente.
La muy extendida rama principal mongólica, conocida por «raza amarilla» muestra todavía hoy con bastante integridad la anteriormente descrita «forma típica». Según parece, los grupos raciales mongólicos se han derivado inmediatamente de ella. Ponen de relieve, con mayor claridad que los grupos raciales europeos y Africanos, las referidas características primitivas.
Como el más antiguo representante de la humanidad en Europa se descubrió el grupo de Neandertal, correspondiente al paleolítico inferior; comprende a hombres del primer diluvio. Se le denomina así por los restos humanos excavados en Neandertal, cerca de Düsseldorf en el año 1856, junto con restos de animales diluvianos. El cráneo extraído en aquel lugar, del cual sólo se había conseguido la bóveda craneana, constituyó durante mucho tiempo objeto de controversias científicas, hasta que al fin nadie dudó más de su procedencia humana. Mientras tanto se habían descubierto en otras regiones europeas (en Spy, Bélgica, en Krapina, Croacia y en otros lugares), restos de cráneos diluvianos, que se asemejaban mucho al de Neandertal o eran completamente iguales a él. El número de dichos yacimientos aumentó tanto que se llegó a la conclusión siguiente: durante el diluvio había vivido una especie de hombre de las características del de Neandertal, cuya construcción de cráneo difiere del de las razas modernas.
Considerablemente grande es el número de particularidades raciales coincidentes de este cráneo de Neandertal. En todos los ejemplares que poseemos avanzan mucho los abultados arcos superciliares y toda la bóveda craneana se mantiene muy baja; el arco frontal no es muy amplio, sino que se desarrolla casi plano hacia atrás. De ello se origina la frente aplastada con grandes abombamientos superciliares. Las cuencas orbitarias son muy grandes. De acuerdo con la forma del cráneo está configurado su rostro, equipado con una nariz tan alargada y ancha como ninguna otra raza europea. Las mandíbulas inferiores de los escasos cráneos completos son medianas y rudas, careciendo del pronunciado mentón; debido a ello, la parte anterior del maxilar inferior se continúa, hacia atrás y hacia abajo, en forma de arco convexo. Además, todas las piezas de estos cráneos son muy gruesas y fuertes, presentando sólo, rudas y toscas configuraciones. Indudablemente muestran unas características similares con las de animales superiores, principalmente con las del pitecántropo.
Para completar la descripción del hombre de Neandertal debernos añadir que la misma característica de rudeza y tosquedad revelan los huesos de las extremidades. Esta raza, que en el transcurso del tiempo dio origen a algunas variedades, se componía de representantes de mediana o más bien pequeña estatura y cuerpo muy ancho. Sus estaturas oscilaban entre los 1,537 y 1,603 mm. En el momento que fuera tuvo también su origen de la referida «forma típica».
Su evolución ha tenido lugar poco más o menos de la siguiente forma: en la remota antigüedad comenzaron a separarse de la entonces humanidad común algunos grupos con características antropológicas de la «forma típica». Después de extensos desplazamientos por regiones de diferentes condiciones de vida y bajo fuertes contrastes de clima, ocurrieron en ellos transformaciones hasta que al fin, después de muchas generaciones, se llegó a especializaciones muy desarrolladas y al perfeccionamiento de las referidas características primitivas. Donde éstas se presentan, demuestran lógicamente que el grupo racial que las posee ha recorrido una larga, continua y propia evolución desde su separación de la «forma típica».
Razas con un elevado número de características primitivas se encuentran aún al fin de una larga evolución, a cuyo resultado no se llega en forma alguna en el sentido de una perfección o refinamiento, pues a veces parece que su resultado es más bien un retroceso con aproximación al reino animal.
Nosotros hemos considerado las características antropológicas del hombre de Neandertal como especializaciones, como estación final de un largo proceso con progresiva separación de la forma originaria típica no especializada.
Al principio de la evolución de la humanidad se encuentra la «forma típica», pero nunca una raza con las características primitivas que muestra la de Neandertal. Ahora bien, se puede considerar una raza, provista de características antropológicas primitivas, y juzgándola bajo el punto de origen de su desarrollo, como situada en los comienzos de la humanidad, como «Primitiva». Dicha raza se encuentra muy cerca del principio de todos los seres humanos y a sus componentes se les denomina «hombres primitivos». En contradicción con la anterior afirmación hay que admitir que si por dicha separación, a lo largo del tiempo, las características primitivas adquiridas coinciden aparentemente con otras parecidas en los monos superiores, esta igualdad o mucha semejanza ha tenido lugar desde el principio.
Conviene que quede bien claro: antes de la anteriormente descrita transformada separación, poseía el hombre de Neandertal la no especializada forma típica común a todo el género humano. Estos hombres precursores de Neandertal merecen perfectamente el calificativo de «hombres primitivos», porque se encontraron realmente en el remoto origen de toda la humanidad. Es evidente que aquellos precursores del hombre de Neandertal eran más parecidos a nosotros y tenían más elementos comunes con los hombres del presente que el denominado «hombre primitivo» de Neandertal.
He aquí otro significativo argumento. Durante la glaciación, y en todo caso en el espacio de tiempo que siguió a esta cuarta etapa, es decir, en el nuevo diluvio, vivió en Europa otro grupo humano, cuya forma de cráneo se aproxima al de nuestras razas modernas. Se trata de los hombres de Cro-Magnon, correspondiente al paleolítico superior; se les denomina así por la gruta de Cro-Magnon, descubierta en el año 1868 en el valle Vezére, Dordogne (Francia). La probabilidad se basa en que ha vivido al mismo tiempo que la gente de Neandertal, aunque sus restos sólo han sido encontrados hasta ahora en estratos térreos del paleolítico superior. Por este ejemplo se ve cómo dos razas, de las cuales una posee acusadas características primitivas y la otra coincide bastante con las actuales razas humanas, han podido ser contemporáneas.
No debe creerse que dentro de la humanidad se han llevado a cabo continuamente variaciones y transformaciones con las que se han modificado sin cesar las razas existentes, dando lugar a la formación de otras nuevas. Ya se ha indicado que las auténticas características raciales son invariables porque dependen de la herencia. Sólo en los largos períodos de tiempo de la primera diferenciación humana, cuando el gene, el portador de las características hereditarias en los cromosomas de las células generadores, era todavía muy lábil -como la biología concibe aquel estado sin poderlo conocer precisamente por eso- se han formado las razas humanas, de cuya multiforme variedad sólo muy pocas se pueden afirmar que han llegado a nuestros días.
El prodigioso y significativo acontecimiento en nuestro género durante los primeros milenios de su existencia, lo describe en magistral resumen el Prof. Eugen Fischer (1936) con las siguientes palabras:
En nuestra exposición se consideran «hombres primitivos», únicamente aquellas razas que revelan sus características primitivas como herencia biológica. Su gran antigüedad esta fuera de toda duda y son arquetipos. Bajo esta consideración pertenecen también los fueguinos a los «hombres primitivos», y se les incluye en las escasas tribus primitivas de los indígenas de América. La etnología les atribuye una serie de características de verdadero primitivo; la mayoría de ellas se presentan en el cráneo y son visibles a simple vista en la cabeza de un fueguino vivo. Hablemos brevemente de las que ofrecen dichos cráneos. Es natural que dichas indicaciones se refieren al tipo medio.
El cráneo de las tres tribus fueguinas muestra una forma regularmente dolicocéfala, con una pequeña capacidad en relación al europeo, a pesar de su tamaño absoluto. El calvarium y la mandíbula inferior, respectivamente, llaman la atención por su extraordinario peso. En forma decisiva contribuyen a ello las osificaciones, esto es, los engrosamientos óseos en la mayor parte de la bóveda. Como una destacada característica racial tenemos los abultados arcos superciliares, detrás de los cuales el cráneo se reduce considerablemente; por consiguiente, la frente y la parte anterior del mismo parecen achatadas, subiendo suavemente hacia atrás. La parte posterior del cráneo sobresale mucho por detrás, ofreciendo una gran rugosidad en su superficie. En oposición a estas características tan primitivas, poseen los cráneos fueguinos un prognatismo muy reducido, aunque debe recordarse también que no es necesario que vaya unida a un cráneo primitivo la forma de un acusado hocico.
Las características primitivas que con tanta abundancia se pueden comprobar en los cráneos de la Tierra del Fuego, coinciden externamente con aquellas particularidades por las cuales los indígenas australianos han sido tan inferiormente considerados. Semejante coincidencia no se debe a un parentesco de tribu o biológica. Para mayor claridad he denominado aquellas características primitivas de los cráneos fueguinos como de «forma australiana» y con dicha expresión quiero dar a conocer una coincidencia externa, fácilmente perceptible. Semejantes características inferiores, demostrada en gran cantidad de cráneos fueguinos, las considero como una especial evolución de una raza primitiva que inmigró a América en los más remotos tiempos.
Una vez que con estas nociones fundamentales se han puesto de manifiesto las primitivas características raciales de los cráneos fueguinos, se comprende la afirmación de que nuestros indígenas del Cabo de Hornos representan un grupo primitivo y que se aproxima más que ningún otro pueblo americano al principio de la evolución de la humanidad.
La diferencia que representan los cuerpos de los cazadores nómadas por una parte, y la de los nómadas acuáticos por otra, nos obliga a una separada descripción de ambos. A los primeros los representan los Selk’nam, que recorren a pie la Isla Grande de la Tierra del Fuego; a los últimos pertenecen los Yámanas, asentados en el archipiélago de la Patagonia occidental. Es evidente, y no sin fundamento, que casi todos los viajeros europeos han considerado a los dos grupos de los referidos nómadas acuáticos como feos y poco agradables, como repulsivas y horrorosas criaturas; yo mismo experimenté una inolvidable y desagradable impresión cuando vi por primera vez algunos Alacalufes. Diferentes circunstancias externas se aúnan para que presenten esa repugnante caricatura de seres humanos.
Ningún otro pueblo salvaje ha sido descrito de forma tan unánime por numerosos observadores de todos los pueblos y naciones, con unos tonos tan poco favorables como lo fueron nuestros Yámanas. Están asentados en la parte de la Tierra del Fuego más cercana al círculo polar y son los habitantes más meridionales del continente. La hostil, dura y triste naturaleza en la que vive dicha tribu constituye un lúgubre y desapacible primer plano que refleja sus tenebrosas sombras sobre aquellos hombres. Si se prescinden de todas estas circunstancias, muy poco ganarían los habitantes. Resultan mucho más repulsivos cuando se ha tenido la oportunidad de admirar poco antes las magníficas estaturas, las agradables facciones y el seguro dominio en su manera de andar, gestos y ademanes de sus vecinos los Selk’nam. El concepto de todos los navegantes y viajeros sobre los Yámanas, desde su descubrimiento hasta nuestros días, tiene mucho de verdad y el juicio general expresa un manifiesto horror. Si se examina detenidamente dichas relaciones, se comprobará que se refieren principalmente a personas mayores. La gente joven posee indudablemente algunos rasgos físicos agradables, y un poco de aseo personal, produce en el más breve plazo una sorprendente transformación en su aspecto externo.
En primer lugar, se ha de mencionar las manifestaciones que Charles Darwin expresó sobre los Yámanas, cuando a los veinte años se encontró por primera vez con ellos.
En una carta fechada en Valparaíso el 2 de julio de 1834, declara:
Varias veces entró en contacto el joven Darwin durante su viaje por el lejano archipiélago con grupos más o menos nutridos de Yámanas. De su larga descripción, se extractarán sólo algunos párrafos que sirvan de base a nuestra tesis. Escribe a fines de 1832:
El mismo tenor tienen las horrorosas descripciones de otros observadores y cabe preguntarse con todo fundamento: ¿Cuál es la razón por la que los Yámanas han aparecido de forma tan repulsiva a todos los europeos? Un crítico imparcial tiene que admitir que sus cuerpos no son tan deformes físicamente. Ahora bien, el más completo abandono de sus cuerpos desnudos con la espesa costra de inmundicia adherida a los mismos, provocan horror al que los contempla. La mirada fija y hosca de asombro con la boca abierta, los movimientos bruscos de todo su cuerpo, los indómitos modales y los gritos salvajes de estos seres, cuando una embarcación europea se aproxima hacia ellos originan una extraña sorpresa. En personas de edad adulta y en las viejas, el cuerpo aparece deformado, debido al desproporcionado esfuerzo de los músculos del brazo y pecho, pareciendo incapaces de sostenerse espontáneamente derechos. En cueros vivos salen corriendo a toda prisa, en busca del visitante europeo para obtener algunos obsequios al mismo tiempo que tiemblan de frío y cansancio; a veces llenos de gruesos pedriscos o chorreando por la fuerte y prolongada lluvia, casi ateridos de frío y castañeando fuertemente los dientes. Quien se encuentre por primera vez ante semejantes tipos en el helado y borrascoso archipiélago del Cabo de Hornos, bajo un cielo sombrío y cargado de nubes, siente profunda compasión de tan desvalidos indígenas y horror ante su lamentable estado de necesidad.
Desde hace algunas decenas de años se cubren los Yámanas con trozos de vestidos de procedencia europea; pero a la mayoría de ellos no les caen nada bien, pues los unen caprichosamente de la forma más ridícula, según sus cortes y colores, y, claro está, no tienen la debida aplicación. Con estos sucios harapientos y hediondos vestidos, que les vienen anchísimos, se presentan los hombres de forma más indecente que aquellos grupos de antes en su desnudismo natural. Lo que he tenido que referir en cuanto a fealdad y repugnancia de los Yámanas, puede repetirse y aumentarse con respecto a los Alacalufes del archipiélago de la Patagonia occidental.
Merece la pena volver a hablar de nuevo de las características corporales de los Yámanas. Son una raza de baja estatura; los hombres tienen por término medio una estatura de 1,60 cm. y las mujeres unos 1,48 cm. Como es corriente en las razas poco desarrolladas, predomina en ellos una singular proporción entre el desarrollo del tronco y las extremidades: las piernas son relativamente cortas en relación a su gran tronco, y los brazos resultan siempre demasiado largos en proporción al tamaño del cuerpo. Las mujeres de mediana edad, mucho más que los hombres, presentan los hombros muy vigorosos, así como la parte superior del cuerpo; la musculatura del pecho se les desarrolla extraordinariamente. Su tronco es enormemente ancho. Estas características antropológicas deben su origen a la forma de vivir y trabajar nuestros Yámanas. Diariamente manejan las mujeres el remo durante horas y horas, mientras que apenas hacen uso de las piernas acurrucadas en el fondo de la canoa; por eso se origina ese excesivo desarrollo en el busto y en los brazos. Esta desigual utilización de las partes del cuerpo actúa regresivamente -si se puede hablar así- sobre ambas piernas hasta el punto que sus musculatura y estabilidad se disminuye considerablemente. Dan la impresión de órganos raquíticos, impresión que aumenta cuando en la posición vertical toda la piel del cuerpo, especialmente por encima de las rodillas, se ve llena de arrugas y de algunas grietas extraordinariamente profundas. En contraste con las piernas, los brazos son fuertes y redondeados, con abundante tejido subcutáneo grasoso. El cotidiano y casi siempre rudo trabajo hace que las manos sean toscas y sus gruesos dedos muy ágiles; por naturaleza sus manos son pequeñas y bien formadas, por lo cual agradan bastante a primera vista.
Estos indios no saben andar sino descalzos. Su paso resulta pesado porque apoyan toda la planta del pie. A pesar de ello muestran mucha agilidad cuando recorren su escabroso y accidentado país, aventajando en sus rápidas marchas a sus vecinos los Selk’nam.
En la fisonomía de su rostro llaman la atención sus fuertes y toscas facciones, a las que se une corrientemente un acusado saliente lateral de la mandíbula inferior. El abultamiento de los pómulos origina no sólo un rostro ancho y achatado, sino que acentúa la inclinación de la fisura de los párpados. La boca arqueada resulta desagradable y un poco menos los delgados labios y la barba completamente redondeada. La especial configuración de sus ojos de regular tamaño, con su característica arruga india, fue considerada erróneamente por muchos observadores superficiales como procedente del ojo mongol. El color del iris es pardo oscuro. Las cejas son ralas y en su mayoría se las arrancan por necesidades del adorno corporal. La proporcionada nariz es frecuentemente muy estrecha en su mitad superior y ancha en la inferior.
De la parte baja de la frente sólo queda visible corrientemente un pequeño claro, porque los cabellos avanzan por arriba y por los lados hasta el centro de la misma. Los cabellos negros, espesos e hirsutos, penden sueltos y desordenados de su cabeza; no les dedica el menor cuidado y se los peina muy raras veces. Cuando la frente, sienes y mejillas se hallan cubiertas con los cabellos y sólo se ve la ancha boca, casi siempre medio abierta, produce el rostro de los yámanas, con su mirada lánguida y su ligero parpadeo, una impresión verdaderamente desagradable. A ella contribuye el que su tosco rostro está lleno de porquería, granos o escamas producidos por una erupción de la piel. La lisa tersura y suave redondez que nos encontramos en los rostros jóvenes, que nos parecen casi satinados y bruñidos, borran de momento el recuerdo del de los desagradables rostros de los mayores y nos acostumbra un poco a tanta fealdad. El color natural de la piel no se puede determinar con facilidad, pues continuamente está sometida a la influencia del humo del hogar de la cabaña. Puede calificarse muy en general como de un moreno claro, algo acentuado.
Los Alacalufes son en su constitución física muy semejantes a los yámanas, aunque por término medio algo más pequeños. También sus rostros causan una extraña impresión. Desde luego, no son hombres guapos. Ahora bien, es corriente encontrar entre los jóvenes algunos cuyos tipos agradan suficientemente la vista del europeo. La juventud posee una contextura fuerte, y la mejor alimentación general se revela en sus redondeadas formas. Ambos sexos son de espaldas anchas y de cuerpo muy derecho. En personas de mediana edad se ven con toda claridad los sufrimientos que pasan por los cotidianas trabajos y por su forma de vivir. Nunca se desarrolla entre ellos una verdadera obesidad; pero yo vi algunas mujeres yámanas casi deformes por la gordura. La comodidad moderna, a la que se han podido entregar, favorece semejantes extralimitaciones de los anteriores cánones de sus tipos.
La ligera desproporción en la configuración de brazos, y piernas no alcanza entre los Alacalufes aquel grado que sorprende en la mayoría de los yámanas. Bajo este punto de vista, su aspecto físico es mucho mejor. Las formas redondeadas con huesos toscos y músculos fuertes, se presentan más agradables en las mujeres que en los hombres; ambos sexos revelan al andar y cuando están en posición vertical una mayor estabilidad que los yámanas. Es sorprendente observar que personas de avanzada edad tienen casi sin excepción una regular corpulencia, y apenas se presentan en ellos las manifestaciones corrientes de la vejez que son tan corrientes en Europa. En efecto, hasta la ancianidad más avanzada conservan estos indios una notable movilidad corporal y, sobre todo, una asombrosa agilidad en todos sus miembros; su paso es muy pausado y el tronco se inclina más o menos hacia adelante. En los niños llama mucho la atención el desproporcional tamaño de la cabeza, y en algunos sorprende a veces un vientre terriblemente exagerado; el tronco, tosco y rudo en todas sus artes, resulta corrientemente molesto a la vista del observador europeo.
En resumen, me parecen los cuerpos de los Alacalufes algo más proporcionados y mejor configurados que los de sus vecinos yámanas. Ahora bien, éstos poseen generalmente un rostro más agradable, pues en no pocos Alacalufes se presentan unas fisonomías extraordinariamente feas.
De lo anterior se deduce que entre los representantes de estas dos tribus vecinas no existe ninguna diferencia esencial en el aspecto externo de ambas; es más, para un buen conocedor de las circunstancias le es muy difícil decidir de momento, ante la sola mirada del cuerpo de varias personas, si pertenecen a una u otra tribu. Como ambas tribus coinciden mucho en su forma de vivir y en casi todas sus costumbres, sólo por la posesión de un idioma completamente distinto pueden distinguirse.
Extraordinaria diferencia existe entre las dos tribus nómadas acuáticas y las arrogantes figuras de los cazadores nómadas de la Isla Grande de la Tierra del Fuego. Ya a los primeros viajeros llamó la atención el parentesco, de formas existentes entre nuestros Selk’nam y los Patagones del continente, al norte del Estrecho de Magallanes. Semejante relación existe en la realidad, y no sólo desde el punto de vista de su enorme estatura. Esta llamaba la atención, como es lógico, a todo visitante europeo, tanto en la Patagonia como en la Tierra del Fuego.
He aquí el juicio manifestado por el poco glorioso aventurero americano Frederick A. Cook, quien, como miembro de la empresa marítima «Bélgica», mandada por el capitán George Lecointe, entró vacías veces en contacto con los Selk’nam durante los años 1897 a 1899:
El etnólogo sueco Hultkrantz los describió con estas significativas palabras:
«Los Selk’nam son de gran estatura, de fuerte complexión y bien proporcionados. En cierto modo poseen una fisonomía atractiva y un andar rápido y hasta elegante». |
En el mismo sentido se expresó finalmente el capitán de marina Lecointe:
«Los hombres, tienen un semblante más simpático que las mujeres. Poseen una magnífica estatura.» |
Hombres altos y magníficamente proporcionados son nuestros Selk’nam. Su tipo elegante resulta al visitante más agradable cuando viene de la zona donde viven los pequeños y deformados yámanas. La perfecta posición vertical, la tranquilidad del dominio de sí mismo, la penetrante mirada, la fisonomía facial perfectamente acusada, la fuerte constitución de todo su cuerpo y la fácilmente excitable elasticidad de todas sus partes, nos resultan atrayentes a los europeos. A una regular proporción de los miembros y a un proporcional tamaño del tronco se une una regular abundancia de formas y una ligera acentuación de la musculatura. En la piel se acusa una redondez de formas, aunque no muy exagerada, apreciable en los hombres en muchas partes de su cuerpo. Instintivamente llama la atención, la corpulenta, derecha y gran estatura con la que no guarda relación la alta y pequeña cabeza con un rostro casi siempre ovalado y alargado. Este rostro tan sugestivo, revela mucho contenido espiritual. En los hombres se encuentra reflejado con unos rasgos destacados, fuertes y a veces duros; en las mujeres se acentúan todas estas características por una mayor redondez de formas. Por todas estas circunstancias, agrada el rostro de los Selk’nam y permite inferir la existencia de una activa vida interior.
Por sus rasgos faciales se aproxima esta tribu a los indios de las praderas norteamericanas; sobre todo es común a ambos grupos una nariz regularmente grande, estrecha y alargada con un comienzo achatado y con un lomo muy alto. Estrecha coincidencia existe también en la elevada estatura. Dicha estatura no puede explicarse en cuanto a los Selk’nam como una consecuencia de su espacio vital, ya que tenernos una sencillísima y evidente prueba en contrario en el hecho de que sus inmediatos vecinos, las yámanas y Alacalufes, son de baja estatura, aunque su alimentación y medio ambiente sea casi el mismo. Según la opinión general que me parece aceptable, la elevada estatura que ofrecen nuestros Selk’nam y Patagones parece ser la forma propia de la estepa. Dicha gran estatura se repite en las praderas de Norteamérica y en las llanuras esteparias del África oriental. Ahora bien, de esta coincidencia externa entre forma de raza y medio ambiente no quiero afirmar como necesaria una relación casual entre la elevada estatura y el espacio vital estepario, ni presentar esta asociación de hechos como una regla general.
A pesar de los fuertes contrastes en las características corporales de los pueblos cazadores Selk’nam, por una parte, y los nómadas acuáticos por otra, coinciden ambos grupos en la posesión de características aisladas, con las cuales aparecen como una raza especial, como auténticos indios, es decir, como miembros del tronco principal mongol en el suelo americano. Evidentemente lo comprueban las siguientes características: el cabello hirsuto de color castaño oscuro, la nariz larga y afilada con elevado lomo, los robustos pómulos con achatamiento en la parte central del rostro, la débil membrana mucosa de sus labios, el color pardo claro de su piel, la vellosidad generalmente escasa en todo su cuerpo y la no menos escasa barba. Otras características antropológicas indias son de menor importancia.
Actualmente nadie pone en duda que toda la primitiva población de América se sintetiza en una sola y gran unidad racial que hay que agregar al tronco mongol. Ha inmigrado de Asia en varias oleadas por el puente de tierra que en aquella época, en la postglaciación, aproximadamente 12.000 años antes de Jesucristo, unía ambos continentes en la región donde se encuentra el estrecho de Bering. Hoy representa la cadena de las islas Aleutianas el espacio de la referida unión. Dichos americanos primitivos se extendieron en su nueva patria, como dice el Prof. Fischer, «todavía dentro del último diluvio y, a través de la estrecha faja de tierra de la América central, poblaron Suramérica, donde han quedado sus restos. En América, por lo tanto, se ha diferenciado la raza...».
De todas las variedades en que se desdobló en el transcurso de los siglos la gran rama racial americana, han quedado algunos tipos raciales primitivos, de los cuales los más antiguos son sin duda nuestros fueguinos.
La totalidad de los americanos primitivos no tomó posesión de una vez del entonces helado y despoblado continente, sino que lo hizo en pequeñas bandadas, a las cuales seguían con toda seguridad unas oleadas de pueblos más o menos grandes en irregulares períodos de tiempo. Los primeros que se tuvieron que orientar por el Nuevo Mundo, llevaron consigo la cultura que poseían. Del período postglacial, mejor dicho, de comarcas que no se helaron durante la última glaciación proceden característicos artefactos.
Con esta palabra se designan aquellos objetos manuales de madera o hueso, concha, metal o piedra confeccionados para diferentes necesidades, principalmente para utensilios, enseres y armas. Todos los artefactos que hay que atribuir a los primitivos inmigrantes son exponentes de una modesta cultura del paleolítico inferior, con predominante empleo de utensilios de concha y madera. No debe concebirse esta cultura como igual a aquella otra en la que predominaba el hacha de mano y el vaso campaniforme, que nos es conocida en la prehistoria europea, en cuyo continente ponen de relieve, algunos yacimientos la existencia de la referida cultura del hueso y la madera (Cueva del Dragón en Váttis, Suiza, Mixnitz en Estiria y Caverna de Pedro en Nürenberg). Precisamente esta muy primitiva forma de cultura, pervive intacta en nuestros días en la economía de los nómadas acuáticos fueguinos, yámanas y Alacalufes. Otro conjunto de artefactos, descubiertos en muchos lugares, nos obliga a considerar a los primeros habitantes del Nuevo Mundo como cazadores nómadas, manera de vivir que coincide esencialmente con la que practican todavía hoy nuestros Selk’nam.
Si se investiga el especial proceso evolutivo de los fueguinos -como aquí se ha indicado brevemente- no se necesitan muchos argumentos más, para afirmar que probablemente penetraron en el Nuevo Mundo unidos a sus primeros pobladores o que, quizás, fueran sus primeros habitantes y que posteriormente fueron empujados hasta su punta meridional por nuevos inmigrantes. Su primitiva cultura la han conservado casi sin variar a través de los siglos; además sus acusadas características antropológicas primitivas ponen de manifiesto su completo aislamiento desde los más remotos tiempos. En este sentido es considerado por nosotros el grupo fueguino como «americano aborigen» y en general como «hombre primitivo». Es evidente que el fueguino se encuentra más cerca del principio de la humanidad que ninguna otra tribu americana. Con más seguridad que ninguna otra, nos permiten una visión exacta de la esencia y la vida de los primeros seres humanos al empezar el desarrollo de nuestro género, poniéndonos de manifiesto dicha vida primitiva con una absoluta fidelidad en su actual forma de vivir. En el fueguino se presenta ante nuestra vista, viendo y actuando en sus detalles más mínimos, la primitiva humanidad.
Mientras en la parte central de América, mucho antes de su descubrimiento, se habían desarrollado algunas culturas superiores, la inmensa mayoría de los indígenas del Nuevo Mundo quedaron sometidos a otras clases de culturas inferiores. Esta afirmación se puede aplicar con toda exactitud a la lejana Tierra del Fuego, donde la mezquina naturaleza y aquel especial mundo ambiente impidió que se progresara del nomadismo más sencillo.
No habían hecho más que llegar a conocimiento de los europeos, en los años de los descubrimientos, la sorprendente abundancia de culturas superiores americanas, cuando al mismo tiempo, arriesgados viajes de exploración descubrían los secretos del lejano sur con los indígenas más primitivos de América, poniéndolos de manifiesto al asombrado Viejo Mundo.