Fueguinos capitulo 1

FUEGUINO, DEL AUTOR MARTIN GUSINDE

Capítulo I

¿Nos interesan realmente los salvajes?


Tiene importancia y justifica el esfuerzo que nosotros, miembros de la raza blanca, nos ocupemos actualmente de los pueblos en estado primitivo que viven en lejanas tierras, ¿o es mejor que, dentro de nuestras respectivas patrias, nos dediquemos al estudio de los pueblos primitivos desaparecidos hace ya miles de años?

Desde los tiempos históricos más remotos han procurado las grandes naciones conocer con todo detalle los usos y costumbres, las razas y formas de vivir, las directrices económicas y las manifestaciones artísticas de los pueblos asentados cerca y lejos de sus fronteras. Todo lo que se había acumulado sobre estos temas desde la lejana antigüedad, en raras y esporádicas observaciones, lo empezó a distinguir y clasificar el ordenado espíritu heleno. Herodoto (480-425 a. de J. C.), el «padre de la historia», emprendió un largo viaje a las regiones fronterizas de las zonas de influencia griega. Fue el primero que comparó las características raciales de las diferentes comarcas del entonces pequeño mundo conocido, tratando de sacar conclusiones sobre la significación política de cada uno de dichos pueblos. Continuando su pensamiento, manifestó Hipócrates (460-377 a. de J. C.) que una inmediata influencia del medio ambiente, esto es, del clima y del mar, paisaje montañoso o estepario, debía actuar sobre los hombres que en él viven. También Aristóteles (384-322 a. de J. C.), uno de los más eminentes sabios y maestros de los pueblos europeos, ha tratado de comprender la situación del hombre en el mundo en que vive, las diferentes formas de organización política y la abigarrada multiplicidad de diferencias corporales. Dedicó toda su atención al enigmático influjo de la herencia corporal y de las cualidades intelectuales, congénitas o adquiridas, así como a las manifestaciones de degeneración o mestizaje. Que los romanos siguieron el ejemplo de los griegos en este campo de la ciencia, se demuestra con los escritos del incansable viajero y geógrafo Estrabón de Capadocia (62-21 a. de J. C.). Sobre todo los escritos de Tácito, fallecido hacia el año 117 a. de J. C., contienen valiosas informaciones etnológicas sobre los antepasados germánicos.

Con la categórica calificación de «Bárbaros» llamaban presuntuosamente griegos y romanos a todos los pueblos contemporáneos que se encontraban sin civilizar, teniéndose por muy superiores a ellos. De acuerdo con este general concepto, se presentaba a los pueblos extranjeros como ridículos seres fabulosos, provistos de las más inverosímiles deformaciones, atribuyéndoles los más horripilantes usos y las más repugnantes costumbres; se les llegó a considerar como muy cerca de los animales. Hasta el humano Platón (427-347 a. de J. C.) los creyó indignos de incluirlos en su Estado ideal y utópico; el gran médico y viajero Galeno (130 hasta aproximadamente 205 a. de J. C.) afirmaba que eran tan merecedores de figurar en sus escritos como los bueyes y los cerdos. El Emperador Valentiniano prohibió, bajo pena de muerte, el casamiento entre romanos y bárbaros. Los romanos los tomaban en consideración sólo cuando los podían emplear como guerreros y someterlos a la esclavitud.

La Roma imperial estuvo siempre en estrecho contacto con los «Bárbaros»; por ello les fue posible a los canteros perpetuar en los monumentos victoriosos de la época imperial, y con la mayor fidelidad, las características raciales y las particularidades etnológicas de los extranjeros por ella subyugados. Aunque la antigüedad clásica no pudo llevar a cabo una verdadera clasificación de los pueblos y razas entonces conocidas, por lo menos atribuyó las diferencias en ellos descubiertas como debidas a influencia de la herencia, clima y medio ambiente, y, lo que es más digno de atención, sostuvo invariablemente la tesis de la unidad de todo el género humano.

En siglos sucesivos, los árabes en el espacio mediterráneo e Indonesia, y los comerciantes alemanes, juntamente con los colonos en el noroeste de Europa, fueron ampliando el horizonte de la etnología. En todas partes fue teniendo una opinión favorable y una valoración próxima a la realidad con respecto al folklore extranjero. Estas ideas y aspiraciones puestas en práctica por las Cruzadas, llevaron a representantes del occidente, principalmente a comerciantes y misioneros, por vía terrestre al lejano oriente, al imperio Mongol y a la China; en combinación con ellos, hombres temerarios, los portugueses, consiguieron descubrir por vía marítima las Indias orientales doblando el Cabo de Buena Esperanza, y, por el Oeste, los españoles, el Nuevo Mundo. En los numerosos y casi siempre aventurados viajes se ofrecía a los navegantes y misioneros que les acompañaban o que inmediatamente les seguían, la extraordinaria riqueza de las más variadas culturas.

Todo el siglo XVI y el XVII estuvo caracterizado por fuertes antagonismos nacionales; faltó a los hombres de aquella época la sosegada reflexión y la tranquilidad necesaria para dedicarse al estudio de la manera de ser y costumbres de los pueblos extranjeros. De nuevo volvieron los europeos a considerarse tan superiores a los indígenas descubiertos en lejanas tierras, que fue necesario un Breve del Papa en el que se declaraba a todos auténticos hombres y que, como tales, los tomaba bajo su protección.

De importancia capital para los indígenas de América es considerada la Bula del Papa Paulo III, en virtud de la cual los conquistadores y misioneros los habrían de tratar como «veros homines, fidei catholicae et sacramentorum capaces». La autoridad del más alto magistrado de la Iglesia estigmatizó como falso e injusto el concepto de que los pueblos paganos eran engendros del demonio y, por lo tanto, indignos de la fe católica y de los santos sacramentos.

Sorprendentemente rápido fue el cambio de la opinión general con respecto a la valoración de las comunidades primitivas y orientado precisamente en sentido contrario, sobre todo con referencia a los asentados en las islas del Mar del Sur.

La llamada época de la ilustración, con su pregonada defensa de los derechos humanos universales, llegó casi a glorificarlos por su supuesto estado de felicidad natural, describiendo sus condiciones de existencia en encantadores y atrayentes cuadros fantásticos. Aquellas decenas de años estuvieron llenas del grito: «¡Volvamos a la naturaleza!».

Muy poco se avanzó en la refundición científica de tantas novedades y de tantas observaciones aisladas. Ahora bien, el siglo XVIII puede vanagloriarse de haber enviado auténticas expediciones para la investigación metódica de determinados pueblos y zonas de la tierra. Sin embargo, la ciencia no podía estacionarse en interpretar únicamente el estado cultural actual de tantos pueblos aislados; y así poco a poco se procedió a la investigación de sus respectivos orígenes. Como con dichas investigaciones se ponía de manifiesto la existencia de importantes coincidencias entre diferentes pueblos, aunque éstos viviesen a veces muy aislados unos de otros, y precisamente por ello, dichas asombrosas coincidencias requerían una urgente explicación. Hacia mediados del siglo XIX había mejorado tanto la opinión general sobre los pueblos extraeuropeos, que llegaron a convertirse los largos tiempos desconocidos, pueblos «Bárbaros», en objeto preferente de trabajos científicos. Con ello se fijaron los fundamentos para las diferentes ramas científicas de la Etnología. Ésta se separó progresivamente de las ciencias naturales, y, en especial, de la medicina. Finalmente delimitó con toda exactitud su propio campo de acción, el cual desde entonces cultiva, con arreglo a un método adecuado y paulatinamente mejorado. Desde un principio existió claridad de concepto sobre el objeto de la etnología: abarcaba los valores culturales y las creaciones humanas de todos los pueblos, esto es, de toda la humanidad. La etnología es, por lo tanto, una ciencia de la cultura.

Bajo aspecto distinto, la antropología o antropogeografía, comprendida en el ámbito de las referidas ciencias de la naturaleza, se ocupa de las formas del cuerpo del hombre y de las particularidades y desarrollo de todas las razas humanas. Mientras que la antropología investiga la esencia y desarrollo corporal de todas las razas, la etnología se dedica a una labor a todas luces diferente: trata de exponer, con arreglo a postulados científicos, el desarrollo del espíritu humano y la actividad externa del hombre influida por dicho espíritu en la vida de los pueblos. Pone sobre el tapete el desarrollo espiritual de la humanidad desde sus comienzos, tratando de investigar la esencia, fundamento y devenir de todas las formas de cultura.

Cuando apareció la etnología -la más moderna de las ramas científicas que se ocupan del espíritu del hombre- ya habían sido usurpadas las formas de vivir y las particularidades de los llamados pueblos cultos por determinadas especialidades, considerándolas como objeto propio de su investigación. «Pueblos cultos» son aquéllos que poseen una escritura propia y conservan sus tradiciones en obras escritas. Los «pueblos salvajes» disponen lógicamente también de un idioma más o menos perfecto; sin embargo, no han sabido plasmarlo, en verdaderas letras o por medio de dibujos. La invención y empleo de la escritura por un determinado pueblo representa evidentemente un importante progreso en su evolución espiritual. Sin embargo, nadie pone en duda que la posesión de tradiciones escritas constituya por sí sola una señal externa suficiente para la separación de los pueblos cultos de los salvajes.

Desde un punto de vista más general, se clasifican estos últimos de la siguiente forma: en el grado inferior se sitúan los pueblos salvajes con economía derivada de las recolecciones de cosechas. En las necesidades más importantes para la existencia humana, en la adquisición del alimento, están sometidos por completo a la naturaleza que les rodea. Recogen, mediante cosechas de productos vegetales y por la caza de los animales libres que tienen al alcance de la mano, todo lo que la naturaleza les ofrece, sin que hayan empleado para ello la más mínima aportación de trabajo. Cuando quieren procurarse materiales para vestido y vivienda, para armas y utensilios también se ven sometidos exclusivamente a los dones espontáneos que les ofrece la naturaleza. Es cierto que esos pueblos recolectores, justamente considerados como los más primitivos, utilizan también el fuego y se sirven de muchos instrumentos. Ahora bien, semejante manera de comportarse es propia de seres dotados de un espíritu, que lo eleva sobre los actos puramente instintivos de los animales, esto es, del verdadero estado salvaje.

Dichos recolectores inferiores demuestran poseer la más sencilla forma de economía humana; ellos no fuerzan a la naturaleza, sino que se aprovechan y gozan sólo de aquello que ésta produce y espontáneamente les ofrece. En todas las partes de la tierra y bajo todas las latitudes geográficas, se les puede encontrar como auténticos pueblos universales; en muchos lugares dan la impresión de manchones dentro de otras formas superiores de economía. A ellos pertenecen en las selvas vírgenes tropicales, los pigmeos de la ancha zona ecuatorial Africana, los Wedda de Ceilán, los Semang y Senois en la península de Malaca; así como los Botocudos cerca de la costa oriental brasileña; en las estepas y desiertos subtropicales, los Australianos y los Bosquimanes del desierto de Kalahari y finalmente, nuestros Fueguinos en la región subártica. La directriz de la economía en las referidas tribus es diferente, pero todas se asemejan en que satisfacen sus necesidades de alimentación y medios de vida valiéndose sólo de la recolección y la caza.

Lógicamente se diferencia la sencilla base económica de las tribus recolectoras y cazadoras inferiores de la correspondiente a las superiores. Bajo esta denominación se comprende aquellas tribus cuya alimentación y economía se basa casi exclusivamente en una especie de animal o una determinada clase de planta; ambos medios nutritivos los tienen a su disposición en abundante cantidad y de su adquisición vive principalmente cada una de dichas tribus. Por consiguiente, adquiere su base económica una acusada característica. A los recolectores superiores pertenecen, por ejemplo, las tribus establecidas en la mitad norte de California (Miwks, Maidus, Pomos, etc.). Casi diez clases de encinas, que se concentran en aquellos dilatados bosques, les proporcionan durante todo el año enormes cantidades de bellotas, y aseguran así la alimentación de todos sus indígenas. La fauna, representada en numerosas y variadas especies, les ofrece el complementario sustento. A la economía de estos recolectores superiores, corresponde una cierta vida sedentaria, todavía no muy perfecta, pero por ella se destacan muchísimo en relación con los recolectores inferiores. Constituyen la transición hacia los pueblos que se ocupan del cultivo de las plantas, que tienen que hacer ya vida sedentaria perfecta.

Magníficos ejemplos de cazadores superiores representan los Patagones del sur de la Argentina, cuyo animal de caza más importante es el guanaco. En el norte del Nuevo Mundo coinciden con ellos los indios de las praderas (Sioux, Cheyenne, Comanches, Kiovas, entre otros), para quienes la caza del búfalo asegura su existencia. Lo mismo que éstos explotan y se aprovechan del búfalo, los fueguinos Selk’nam, parientes de los patagones, sacan un completo provecho del guanaco y de todas sus partes. Sin este animal, que vive en pequeñas manadas, no existiría posibilidad alguna de vida en la Isla Grande de la Tierra de Fuego; tanto a unos como a otros se les podría considerar, atendiendo a su forma económica, entre los pueblos cazadores inferiores o superiores. Debido a su organización social se clasifica a los Selk’nam en el grupo citado en primer lugar.

Frente a la escasa característica de economía recolectora, la de producción representa un enorme avance en la evolución de la humanidad. Mediante ella interviene el hombre decisiva y directamente en la producción de bienes, procurando sobre todo un mayor rendimiento de las subsistencias. Fomenta y aumenta la acción de la naturaleza por medio de trabajos apropiados; es decir, cultiva las plantas obteniendo abundantes cosechas y cría útiles especies de animales. Como resultado de dichos trabajos con animales adecuados surge el nomadismo pastoral de las estepas, al que se muestran perfectamente adaptados muchos pueblos Tártaros del Asia ecuatorial y del norte; los Beduinos del África septentrional y los pueblos Camitas (Massai, Somal, Galla) en el África oriental-central, los cuales consideran como su principal ocupación el mantener en las mejores condiciones de vida, al animal criado por ellos, explotándolo lo más económicamente posible.

Dentro del cultivo de las plantas, que constituye el muy extenso campo de la economía productora, se distinguen tres actividades distintas entre sí. La primera consiste en el cultivo de azada; se basa en la obtención de plantas alimenticias en un terreno que el hombre prepara con los más sencillos aperos (pico, azadón, azada, etc.).

Pueblos de cultivo de azada se encuentran, sobre todo, en el interior del Amazonas, en el África oriental, en Nueva Guinea y en otros lugares. La mayoría de ellos se ocupan también de la cría del ganado menor (gallina, cerdo, cabra), mejorando con ella las condiciones de su existencia.

Si el hombre ayuda al terreno, preparado mediante el cultivo de azada, con riegos artificiales y drenaje, entonces surge finalmente el verdadero cultivo de jardín. A esta actividad económica la caracteriza una preparación adecuada del suelo, con la que se mantiene siempre productivo. En la mayoría de los casos disponen las familias sólo de una pequeña parte de tierra de cultivo, repartida a prorrata y es trabajada con intensidad, para que produzca abundante cosecha. Esta continua atención al terreno obliga al sedentarismo y en íntima relación con él, se consagran los trabajos del hombre, según las estaciones, a las exigencias del terreno de cada una de sus pequeñas parcelas. Entre los pueblos de China, del viejo Perú y del viejo México, del actual Arizona y del Nuevo México, era y es propio el cultivo de jardín.

La forma superior del cultivo del terreno la representa, sin duda alguna, el arado, las más de las veces sinónimo de agricultura. Constituye la unión del cultivo de las plantas y la cría del ganado. Se atiende principalmente la producción de variedades de trigo, así como otros granos y plantas alimenticias. Como valiosísima fuerza auxiliar para el manejo de los aperos de labranza (arado, rodillo, grada) escoge el hombre al buey. La agricultura constituye la forma clásica de la actividad económica en Europa, África del norte y oeste del Asia; habiendo sido la última que se ha presentado en la economía mundial.

El problema se plantea así: ¿A este progreso en el referido campo material, ha seguido otro paralelo en el campo espiritual? Hace más de treinta años, un experto perito en la materia, el P. Wilhelm Schmidt, manifestaba su posición ante este problema con las siguientes palabras, corroboradas después por sucesivas investigaciones:

«La humanidad no avanza ni retrocede en todos los campos, sino que se manifiesta precisamente una bifurcación de los mismos: en un grupo de valores culturales se realizan continuos y brillantes progresos, mientras que en otro se encuentra ante el peligro de sufrir fatales retrocesos. El progreso impera en todos los campos que se refieren al dominio de la naturaleza externa, a la formación intelectual y al desarrollo cuantitativamente externo de la vida social y económica, esto es, a la diferencia claramente perceptible de la misma. Es indudable que en esta última avanza sin cesar la humanidad.

Otra cosa completamente distinta ocurre en el segundo campo de valores culturales. A él pertenece el desarrollo cualitativamente interno de la vida social, la vida espiritual bajo el punto de vista del carácter y de los sentimientos y, en estrecha relación con ella, la vida ética y religiosa. En este campo cada día saca a luz nuevos hechos la moderna etnología que ponen de manifiesto con toda claridad que dicha evolución retrocede en cuanto a su contenido. Se muestra con toda claridad esta decadencia en la triste realidad de que el principio del desarrollo social comenzó por la familia monógama, dotada de una estrecha y firme consistencia en todos sus miembros. Esta familia constituía en sí misma una fuente natural productora de mutuas simpatías, de abnegación llena de sacrificios, de amor y de altruismo, por la que se encontraban unidos todos sus miembros. Y como tribu y estado no eran entonces más que las prolongaciones de la familia, sostenida y alimentada por ellos, se vertieron estas simpatías y altruismos en las relaciones de los miembros de la tribu entre sí y se unieron con unos lazos que eran tan firmes como llevaderos.

Esta entrega a otro en sus diferentes gradaciones, desde el afecto más superficial a los más lejanos compañeros de tribu y el sincero cariño al amigo, hasta la ardiente abnegación y la pasión del joven enamorado, produce los mayores y más valiosos efectos en toda evolución humana: pone al hombre en relación no sólo con la naturaleza externa muerta, como lo hace el primer grupo de campos naturales, sino que lo une con lo mejor y más noble que ofrece todo el conjunto de la naturaleza, con la personalidad humana para poder recibir los tesoros de conocimiento, amor y alegría que en sí encierra. No cabe duda que el hombre se satisface así mucho más que con ninguna otra cosa. Este altruismo, por el estado de entonces de la familia, se convirtió en el principal elemento de la evolución ética. Tampoco quedó intacta la religión de su benéfica influencia».



Dicho en pocas palabras: Al general progreso económico de la humanidad corre siempre paralelo una desvalorización de sus más apreciados valores espirituales y sociales.

Como su mayor éxito tiene que contar la moderna etnología el haber descubierto los referidos procesos evolutivos y haber delimitado los tipos de cultura que le seguían. En esta penosa labor de aclaración se han conseguido otro no menos importante concepto: a cada una de las referidas formas de economía le corresponde, puede decirse que naturalmente, una propia organización social, la cual, a su vez, proporciona los fundamentos para sus costumbres, mitología y prácticas religiosas.

Volviendo de nuevo a la anteriormente mencionada gradación de formas de economía, aclaremos con el ejemplo del matriarcado la estrecha relación que guardan los portadores de dichos valores culturales con la cultura a que pertenecen. El cultivo de jardín constituye el fundamento económico del matriarcado, pues la más valiosa e inalienable propiedad de una familia, el terreno del jardín, pertenece a la mujer. Ésta puede vanagloriarse del inestimable servicio de haber emprendido el cultivo de las plantas, antes recogidas libremente, y de haber aprovechado económicamente el suelo. Con ello creó para sí una propiedad personal. De ésta ya no puede separarse en lo sucesivo y tiene que quedarse asentada en su propiedad inmueble. Lógicamente cada madre la trasmite por herencia a su hija mayor; y cuando ésta contrae nupcias, lleva al novio a su posesión para pedir ser admitido en su casa. Casi siempre esta última tenía forma rectangular, con techo a dos vertientes.

La organización social se basa en la separación de toda la tribu, por dos clases de matrimonios: para cada una de ellas se considera obligado casarse con las personas que pertenezcan a la clase distinta. Esta distribución se conoce con el nombre de «exogamia de clases». Los hijos se agregan precisamente a la clase a que pertenecen sus madres; semejante consecuencia jurídica sirve de base a la palabra «Matriarcado». La posición preferente de la mujer pónese también de relieve en lo poco que se celebran las ceremonias de iniciación a la pubertad de los jóvenes, mientras que las primeras menstruaciones de las jóvenes se rodean de muchas fiestas y de sensibles restricciones a su libertad.

Los hombres, por su parte, se encuentran organizados en asociaciones secretas y utilizan en sus procesiones verdaderas caretas o una especie de capuchones sobre sus cabezas. El culto al cráneo se encuentra en mucho auge, y la general y predominante veneración a los antepasados arrincona al más completo olvido el reconocimiento de la verdadera divinidad. Aunque a la mujer le correspondiera al principio, dentro del círculo cultural del matriarcado, una significación económica de importancia vital, consiguió el sector masculino, en el transcurso de su evolución, colocarla en una posición indigna e ineficaz, haciéndole perder muchos de sus derechos.

Lo mismo que los pueblos con matriarcado ponen de manifiesto una conexión orgánica de sus más importantes valores culturales y sus instalaciones, también demuestran dicha conexión la llamada cultura primitiva y mucho más los pueblos organizados patriarcalmente. Fijar en cuanto a su contenido dichas formas de cultura y clasificarlas sucesivamente e investigar sus ramificados influjos y constancias, comprendidos estos últimos en la denominación de «relaciones de cultura», constituye la principal labor de la etnología.

También los pueblos salvajes poseen cultura y disponen de bienes culturales. No podemos contentarnos con describir sus actuales relaciones y las instalaciones de que disponen en el día de hoy; debemos hablar también de la pequeña parte que influyen actualmente en el destino de la humanidad. Se les apreciará debidamente cuando se les considere como «valiosos documentos vivos para la humanidad, permanentes testimonios de las más remotas fases evolutivas, por las cuales han pasado los pueblos que se encuentran hoy en la cúspide de la civilización; de forma que en estos pueblos salvajes se pueden estudiar todas las fases recorridas en la evolución de la religión, el derecho, la ética y la moral».

Por lo tanto, merece la pena dedicarnos con la mayor atención a los resultados de la investigación etnológica. Dichas investigaciones revelan la evolución cultural humana y nos ponen ante nuestra vista, con el ejemplo de los pueblos primitivos que todavía viven, tales condiciones de existencia como si estuvieran en la de los primeros días de la humanidad. Para nosotros, hombres del siglo XX, que tenemos ya un juicio exacto sobre los valores culturales de los pueblos salvajes, es cosa indudable que la cultura de los llamados «salvajes» representa una parte de la que atesora la humanidad. El egoísmo presuntuoso de los europeos ha sido y continúa siendo la causa de que no se le haya prestado la debida atención a los pueblos salvajes que pueblan la mayor parte de nuestro planeta, como correspondería a su significación para la historia cultural de la humanidad.

Es indudable que muchos pueblos salvajes han puesto por su parte serios obstáculos a la investigación, pues ante la aproximación del europeo adoptaban una actitud ofensiva; otras veces el alejamiento de los lugares en que vivían dificultaba la llegada hasta ellos del investigador. Particularmente difícil se presenta la investigación entre los pueblos dotados con economía recolectora, porque ésta renuncia al sedentarismo y cambian continuamente de lugar. Así se comprende por qué tenemos tan pocos datos de algunas de estas tribus; únicamente los que se han podido captar por casualidad.

Pero la etnología no puede contentarse con poseer datos incoherentes y aislados sobre el ser étnico y la vida a lo largo de todo el mundo. Con referencia a otras tribus de la misma clase de economía inferior, espera poder lograr con aquellos pequeños grupos de pueblos, que no se han investigado hasta ahora debidamente, una gran aportación científica para la historia general de la cultura. Hay que darse mucha prisa para ello, pues la corriente impetuosa del europeísmo husmea los más ocultos rincones de la tierra y los más apartados refugios de muchos pueblos, hasta hoy puros, amenazando sus características etnológicas con ridículas transformaciones y con su completa desaparición.

Un grupo étnico de este tipo, que nos da a conocer la forma de vivir, pensar y sentir del primitivo género humano, lo constituyen los habitantes primitivos de la Tierra del Fuego, que con toda razón calificamos de «hombres primitivos». Su forma de vivir, con una inconcebible escasez en bienes materiales, corresponde con toda seguridad a la que tuvo la humanidad al comenzar su progreso cultural.

La denominación de «fueguinos» es un hombre común a tres tribus indias locales, situadas en el archipiélago que se encuentra a la terminación meridional del continente americano. Aquí viven los Selk’nam como cazadores nómadas, y los Yámanas y Alacalufes como nómadas acuáticos.

Al principio de este siglo se encontraban casi extinguidas las tres mencionadas tribus con menos de un centenar de sus supervivientes, a las cuales amenazaba una próxima y total desaparición. Se conocían las características generales de su forma de vivir y muchas otras más, asequibles a la observación directa; pero se tenían aislados e incoherentes pormenores sobre su organización social y sobre su vida espiritual. En los círculos americanos y europeos no existía una opinión muy favorable sobre los fueguinos. A partir del año ochenta del pasado siglo, habíanse esparcidos por los poco escrupulosos estancieros y buscadores de oro, una serie de noticias tendenciosas acerca de los fueguinos, con las que querían justificar como legítima defensa sus actos criminales y sus premeditadas matanzas contra los «peligrosos salvajes».

La opinión tan abyecta que se tenía de los fueguinos se basaba, en parte, en un falso concepto formado sobre su patria. Es indudable que ésta es una región inhóspita y continuamente azotada por el frío y la borrasca, la nieve y los aguaceros. Pero es allí tan íntima la unión entre el hombre y la naturaleza que los indígenas se han orientado en ella y han adaptado con ventaja su forma de vivir a las condiciones de aquel medio ambiente.

El amenazador peligro de la completa desaparición de éstos, los más meridionales habitantes de la tierra y la creencia de que podrían ofrecer una considerable aportación para el conocimiento de las relaciones primitivas de la gran familia humana, me impulsarán a elegir a los fueguinos como objeto de una larga investigación sobre el terreno.

Mi puesto de jefe de sección del Museo Nacional de Etnología y Antropología de Santiago de Chile, desde 1913, me obligaba en primer lugar a realizar la investigación de los indígenas chilenos. Un viaje a los araucanos del sur de Chile, a comienzos del año 1916, me reafirmó en mi creencia de que tan poderosa tribu, que en aquel entonces ascendía a unos 100.000 indígenas, no experimentaría en un futuro próximo ninguna notable transformación en su manera de ser étnica, por lo cual no urgía su investigación. Me dediqué inmediatamente a los fueguinos y recibí, merced al apoyo del director del Museo, doctor Aureliano Oyarzún, la oportuna comisión oficial del ministerio de Instrucción Pública de Chile para llevar a cabo la investigación metódica de las tres tribus fueguinas. Como visitara la Tierra del Fuego en misión oficial, se me ofreció el apoyo de los buques de la marina chilena que navegasen por aquel extenso archipiélago; arma que me ofreció también valiosos auxilios cuando me trasladé a regiones deshabitadas en busca de algunas familias indias, para enviar mi equipaje y el conjunto de materiales necesarios en etnología a determinados puertos, y piara la provisión de víveres y de útiles indispensables.

Durante la detallada preparación para mi viaje al lejano sur, fui advertido por muchas personas del peligro que para mí representaban los «antropófagos» que allí vivían. Amigos bien intencionados trataron de disuadirme de dedicar mis esfuerzos a una tarea tan estéril, ya que los salvajes fueguinos, degenerados por el alcohol, hacía tiempo que habían perdido su característica de tribu primitiva. Nadie supo darme informes seguros sobre el número de supervivientes, ni sobre los lugares donde éstos se encontraban.

A pesar de todo, quise realizar mi viaje a la Tierra del Fuego para, con una visión personal, formarme una idea exacta y aclarar el concepto general que se tenía formado sobre los indios que allí vivían; además, para cerciorarme sobre el terreno, si valía todavía la pena investigarlos sistemáticamente.

Los primeros informes me cercioraron que los Selk’man eran cazadores inferiores nómadas; mientras que los Yámanas y Alacalufes eran pueblos pescadores vagabundos, con una economía recolectora inferior. Sin embargo, no existía, como ya se ha mencionado, una verdadera información sobre sus instituciones sociales ni sobre el vasto campo de su vida espiritual. Con mi trabajo en la Tierra del Fuego quería llenar esta enorme laguna. Advertiré, con toda claridad, que no fui allá con la pretensión de descubrir regiones desconocidas, pues las circunstancias biológicas y del paisaje insular fueguino habían sido ya descritas por distintos especialistas de varias nacionalidades. Tampoco tuve la fortuna de encontrarme tribus salvajes nunca vistas, pues no existían allí más de las tres conocidas hacía tanto tiempo.

Únicamente me propuse obtener una visión general de la cultura de los indios asentados remotamente en la Tierra del Fuego. Al servicio de esta misión me he pasado -dicho sea de paso- dos años y medio en la más estrecha convivencia con los supuestos antropófagos. Con mi penosa y callada investigación llegué a descubrir un nuevo horizonte para la historia de la cultura: el inmenso valor espiritual de los fueguinos, hasta ahora tan injuriados como poco conocidos.