Fueguinos capitulo 3

07 | 03 | 2024
Fueguinos capitulo 3

Capítulo III

A la Tierra de Fuego


Los acontecimientos de trascendencia mundial, verdaderamente revolucionarios que derriban de un solo golpe ideas largo tiempo defendidas y concepciones profundamente arraigadas, no son nunca fruto de un madurado pensamiento ni de un regular desarrollo. A veces son resultado de errores o de una suerte imprevista. También América fue descubierta por casualidad.

Los dos estados ibéricos, Portugal y España, buscaban en aquel entonces una unión con las Indias orientales a través del mar, con la idea de abaratar el comercio con el lejano oriente. Por esta razón se encontraron sin pensarlo, y por pura casualidad, en el continente americano; y bien es verdad que no lo reconocieron como tal hasta unos cuantos años después.

Lisboa se convirtió de pronto en un famosísimo puerto comercial y en el punto central de la ciencia náutica. El príncipe portugués, Enrique el Navegante, había animado con su aliento personal a los audaces aventureros de su época a una serie de atrevidos viajes, dando comienzo con ellos al «Siglo de los Descubrimientos».

Sin descansar en su tarea avanzaron los osados descubridores a lo largo de la costa occidental de África. En 1436 pasó Alonso González el Ecuador. Cada nueva expedición que salía de Portugal, volvía con nuevos conocimientos y reafirmaba la esperanza de encontrar el camino marítimo hacia las Indias.

En 1483 propuso el genovés Cristóbal Colón al rey de Portugal buscar, navegando hacia Occidente, la ruta hacia la India, atravesando el océano Atlántico; y, por tanto, al contrario de lo que habían hecho las expediciones anteriores. Fue rechazado. La corte portuguesa no quería perder el tiempo en nuevos proyectos, sino fomentar con todos los medios de que disponía sus empresas descubridoras a lo largo de la costa Africana.

Una pequeña flota de tres carabelas, bajo el mando de Bartolomé Díaz, divisó en agosto de 1486 la punta meridional de África y la circunnavegó. En la alegre esperanza de que desde allí se había logrado el anhelado fin, dio el Rey a este promontorio el nombre de «Cabo de Buena Esperanza». Pocos años después, pudo finalmente Vasco de Gama surcar el Océano Índico y el 20 de mayo de 1498 echó anclas en Calicut. ¡El camino marítimo a la India, a través de la ruta de Oriente, se había descubierto!

La otra nación de la Península Ibérica, España, que por la unión de Aragón y Castilla, se había fortalecido, siguió los avances de los viajes de descubrimientos portugueses con miradas llenas de envidia. Entonces entró en juego Colón. Molesto y ofendido ante la negativa de Portugal, se ofreció a encontrar un camino más directo para la India, y en pocos días, siguiendo rumbo a Occidente. Admite con el célebre astrónomo Pablo Pozzo Toscanelli y el geógrafo alemán Martín Behaim, que Asia se extiende mucho más hacia el este de lo que hasta entonces se había supuesto y, precisamente por ello, la distancia a la India desde la península ibérica es mucho menor que por el camino alrededor de África.

La corte española acepta la propuesta y las grandes exigencias del genovés, hasta el punto de que el 3 de agosto de 1492 podía emprender su viaje de descubrimiento. El curso y el resultado de este viaje son de sobra conocidos, así como el fatal error de que las nuevas tierras descubiertas pertenecían a Asia, esto es, a la India. Colón denominó a las islas por él descubiertas «Indias Occidentales» y anotó en su viaje de retorno a España las prodigiosas impresiones que había recibido en el Nuevo Mundo. Aunque recibió por tres veces medios para mandar otras tantas expediciones a Occidente, nunca pudo aportar pruebas concluyentes de su desembarco en la India, ya que no traía de allá las tanto tiempo esperadas riquezas. Cayó en desgracia y murió finalmente pobre, amargado y abandonado, aunque en la firme creencia de que había descubierto las tierras orientales de Asia.

Los éxitos comerciales de los portugueses, en sus lucrativos viajes al oriente, y la presunción de que a través de las tierras descubiertas por Colón se podían abrir paso fácilmente a las riquezas de Asia, lanzó a los españoles a nuevos viajes hacia occidente.

Con firme energía pidió gente Américo Vespucio para un viaje occidental a la Tierra de las Especies de Asia y tuvo la suerte de que a dos expertos marinos les fuera confiada su conclusión en el año 1508. Alcanzaron hasta los 40 grados de latitud, es decir, un poco más al sur de la desembocadura del Plata. Pocos años después ocurrió un acontecimiento de enorme importancia: Vasco Núñez de Balboa, avanzando a través de la peligrosa selva virgen del Darien, en el istmo de Panamá, alcanzó la costa pacífica.

Enseguida entrevió la embrollada opinión de que en la parte occidental de la masa de tierra recién descubierta se extendía un océano y que la supuesta India oriental era un continente independiente. Inmediatamente del descubrimiento de Balboa, pensaron los españoles aprovechar la posibilidad de llegar a las Molucas a través de algún estrecho al sur del Nuevo Mundo, siguiendo ruta al occidente. Hacía más factible esta idea el hecho de que la nueva, tierra descubierta tenía una forma semejante a África y que como ella, se estrechaba en punta hacia el sur.

En primer lugar, emprendieron Díaz de Solís y Pinzón un nuevo viaje de descubrimiento, a lo largo de la costa oriental brasileña y avanzaron por las bocas del Plata, guiados por la engañosa esperanza de que había descubierto la deseada travesía al mar del Sur, pero circunstancias adversas les hicieron retroceder.

Al mismo tiempo que ellos, el astrónomo y geógrafo florentino Américo Vespucio, había recorrido -al servicio de Portugal- la costa del Brasil y con ello reconocido la enorme extensión de las regiones recién descubiertas. Molesto por la ingratitud de Portugal, ofreció a España sus conocimientos y experiencias. Casi al mismo tiempo trató un portugués, el experto y flemático Fernando de Magallanes -disgustado con su propia patria-, conseguir la realización de sus proyectos descubridores por medio de España. Fue acogido benévolamente tanto él como sus compañeros por la Corte, en Valladolid, y, después de una detallada exposición de sus proyectos, recibió la orden de equipar una flota con la cual llegaría a las Molucas, rumbo a occidente.

Sobre estas conversaciones en la Corte española refiere el sabio Padre Las Casas lo siguiente:

«Magallanes trajo consigo una magnífica esfera del mundo, en la cual estaban señaladas todas las costas conocidas. Solamente había dejado de señalar las cercanas al lugar donde suponía se encontraba el Estrecho, con la idea de no verse defraudado en su secreto. Me encontraba yo en aquel día y en aquella hora en el gabinete del Canciller, cuando el obispo Fonseca trajo la esfera para que Magallanes indicase la vía por la que quería ir. Después le pregunté personalmente, en posteriores conversaciones, sobre la trayectoria que había ideado. Me contestó que quería buscar primero el cabo Santa María en aquel río que ahora denominamos Río de la Plata y desde allí aproximarse a la costa hasta que descubriese el Estrecho. Entonces le hice la siguiente objeción:

-Y en caso de que no encontrase ese camino, ¿cómo queréis alcanzar el Mar del Sur?

A esto me respondió:

-Si yo no diera con ningún estrecho, entonces tengo que escoger el mismo camino que siguen los viajeros portugueses para las Indias orientales».



La flota expedicionaria se componía de cinco naos con una dotación de 265 hombres, y salió del puerto de San Lúcar el 20 de septiembre de 1519. Magallanes tomó rumbó a la costa brasileña y puso velas hacia el sur hasta que echó anclas en la bahía de San Julián, en la costa de Patagonia. Todos los indicios revelaban lo mismo: que siguiendo hacia el sur serían siempre de esperar aguas procelosas. Como Magallanes suponía que en su travesía había alcanzado los 75º de latitud, se encontraba muy preocupado, y decidió guarecerse en un lugar seguro para pasar el invierno.

El cronista Pigafetta, que tomó parte en el viaje, a bordo de la nao almirante Trinidad, registró con fecha 31 de marzo de 1520:

«En 49 y 1/2 grados latitud sur encontramos un buen puerto. El Capitán general decidió pasar aquí el invierno y esperar la estación favorable para continuar el viaje».



Su orden de que se levantasen cabañas en la orilla de la costa y de que se acortasen las raciones alimenticias a fin de poder pasar el invierno, dio origen a un serio malestar entre los capitanes y la tripulación, degenerando su resistencia en un abierto motín. Con decidida entereza acabó sangrientamente Magallanes con esta revuelta, aunque tuvo como consecuencia que una nao de la expedición se volviese a España. Poco después de estos hechos, se perdió la nao Santiago en un viaje de exploración al sur del río Santa Cruz.

La obligada ociosidad de los meses siguientes, la aprovechó Magallanes para enviar marineros armados al interior, con el fin de establecer acuerdos amistosos con los indígenas. Sobre el primer encuentro con los patagones nos ha dejado Pigafetta una breve relación. Es lo suficientemente interesante para que la reproduzcamos aquí:

«Habían transcurrido ya dos meses sin que encontrásemos a nadie en esta tierra, así que ya no teníamos la menor duda de que nos hallábamos en una zona desierta. Pero para asombro nuestro, divisamos un día en la costa a un hombre del tamaño de un gigante, que bailaba desnudo y cantaba, mientras se echaba arena sobre la cabeza. Nuestro capitán le envió enseguida un marinero, a quien le ordenó que imitase aquellos gestos en prueba de paz y amistad. El gigante así lo comprendió y se dejó llevar a una pequeña isla en busca de nuestro capitán. Manifestó gran asombro cuando nos vio y levantó un dedo hacia arriba, dando a entender probablemente con ello que creía habíamos venido del cielo.

El hombre era tan alto que con nuestra cabeza sólo le llegábamos a la cintura. Poseía una magnífica estatura, un gran rostro pintado de rojo con sus ojos rodeados de un color amarillo y dos manchas de forma de corazón en las mejillas: sus escasos cabellos estaban pintados de blanco. Su vestido o abrigo, cosido de pieles, procedía de un animal que es muy corriente en estos parajes. Este animal tiene cabeza y orejas de mulo, cuerpo de camello, patas de ciervo y cola de caballo; también relincha como si fuera un corcel; seguramente es el guanaco. Con esta clase de piel se cubría aquel hombre los pies, a manera de zapatos. En la mano llevaba un arco corto y fuerte, cuya cuerda, un poco más gruesa que la de un laúd, estaba hecha con los intestinos del referido animal; también llevaba flechas cortas de caña, uno de cuyos extremos terminaba como las nuestras, pero el otro, en lugar de punta de hierro, tenía una especie de pedernal blanco y negro. Con esta misma clase de piedra confeccionaban estos salvajes sus instrumentos cortantes para trabajar la madera.

En la playa se presentó otro indígena, que no quiso aproximarse a nuestra nao. Cuando vio que nuestros marineros se le acercaban, llamó a otros de su tribu que se hallaban parados no lejos de él. Enseguida, desnudos y desarmados como estaban, se colocaron en fila india y empezaron a bailar y cantar al mismo tiempo que levantaban el dedo índice hasta el cielo. Los nuestros les invitaron, por medio de signos, a que viniesen a la nao. Aceptaron dicha invitación. Los hombres, que sólo llevaban flechas y arcos, cargaron a sus mujeres con todas las cosas que les sobraban, como si fueran bestias de cargas. Las mujeres no son de tanta estatura, pero sí extraordinariamente gruesas. Se pintan y visten como sus hombres y llevan, además, una pequeña piel por encima de las caderas.

Seis días después, nuestra gente, que estaba cogiendo leña, vieron a otro gigante, vestido como los anteriores y armado como ellos, con la misma clase de arco y flecha. Este hombre no era de tanta estatura y elegante porte como los otros dos, y tenía unos agradables modales. Cantó y bailó de alegría con tanto arrebatamiento, que su pies se quedaron grabados en la arena con señales de varias pulgadas de profundidad. Pasó varios días entre nosotros.

Días 28 y 29 de julio de 1520. Después de catorce días, vinieron hacia nosotros otros cuatro hombres pertenecientes a este pueblo de gigantes. El almirante quería que en nuestro viaje de regreso trajésemos a España a los dos más jóvenes y de mejor porte. Cuando se dio cuenta de lo difícil que era emplear la fuerza para ello, se valió de la siguiente estratagema: les regaló una gran cantidad de cuchillos, espejos y perlas de cristal; después les ofreció un par de anillos de hierro de los que sirven para maniatar. Cuando mostraron el gran deseo que tenían de poseer estas piezas -que estaban hechas de hierro-, y por tener las manos cargadas no las podían coger, les indicó que se las pondrían en sus pies. Ellos aceptaron. Entonces nuestros marineros les colocaron las anillas de hierro en los pies y así quedaron encadenados. Cuando se dieron cuenta del ardid, se enfurecieron, chillaron y pidieron auxilio a Sebetos, su deidad principal.

Esta gente se viste, como ya se ha indicado, con una piel de animal. Con ella, después que le han quitado el pelo, cubren sus cabañas, las que trasladan al lugar que mejor les parece. Estos indios no tienen su morada en un lugar determinado, sino que, igual que los gitanos, las colocan en cualquier parte. Ordinariamente se alimentan de carne cruda y de una raíz dulce llamada Chapae. Son de mucho comer; los dos que cogimos prisioneros se comían diariamente cada uno una cesta llena de bizcochos y se bebían sin descansar medio balde de agua. Los ratones se los comen completamente crudos, hasta sin quitarles el pellejo. Estos salvajes se peinan como los frailes, aunque sus cabellos quedan un poco más largos, y se sostienen los pelos por medio de un cordón alrededor de la cabeza. Si hace mucho frío, se ponen una especie de turbante. Nuestro capitán denominó a este pueblo ‘Patagones’. Levantamos una cruz en la cima de un monte cercano, al que pusimos el nombre de Monte Cristo y tomamos posesión de esta tierra en nombre del Rey de España. Cuando Magallanes observó que la agitación del mar y la fuerza del viento había amainado, ordenó, el 24 de agosto de 1530, que siguiéramos con rumbo SW 1/4 W a lo largo de la costa».



Estos párrafos, sacados del Diario de Navegación de Pigafetta, son bastante elocuentes, ya que dan a conocer algunas costumbres y características que se presentan todavía hoy sin variar lo más mínimo entre los fueguinos de la Isla Grande, parientes cercanos de los patagones. También se deduce de dichos párrafos de qué manera se comportaron los españoles en sus primeros encuentros con los indígenas y cómo juzgaron su idiosincrasia.

Lo mismo que los españoles y portugueses de la época de la Conquista, se sucedieron en los siglos posteriores innumerables viajeros y observadores europeos que se ponían en contacto con los «salvajes» de todas las partes del mundo con mucha prevención, nacida de su propia arrogancia; de dicha postura han surgido un sinnúmero de falsos juicios y de interpretaciones erróneas, que en su mayoría han llegado hasta nuestros días.

La denominación de «Patagones», de la cual se puede considerar como indiscutible autor a Magallanes, ha permanecido para aquellos indígenas hasta nuestros días. Un poco más de 300 suman los actuales representantes de esta tribu.

A la flota de Magallanes no le acompañaba un tiempo favorable en la continuación del viaje, pero se iba acercando al anhelado fin. El autor del Diario de Navegación refiere:

«Cuando proseguíamos nuestro viaje hacia el sur divisamos a los 52º de latitud sur un promontorio (más exactamente una punta de tierra arenosa y llana), a la cual denominamos Cabo de las 11.000 Vírgenes, porque se descubrió el día dedicado a las mismas» [Día de Santa Úrsula y sus compañeras].



A lo largo de los dos meses después que se abandonó la bahía de San Julián, tuvo que luchar la flota contra fuertes vientos del sur para poder recorrer el corto trayecto que existía hasta dicho cabo. Aquí doblaba la costa inesperadamente hacia el oeste y después al noroeste. ¿Se había alcanzado realmente el deseado lugar de paso? El canal era ancho y las corrientes del mismo empujaban con más violencia que las auténticas mareas; y estas circunstancias no se dan en un brazo de mar cerrado. Aquel experto y profundo conocedor de las cosas del mar, Magallanes, vislumbró la realidad diciendo: «¡Aquí está la buscada unión de los dos océanos!». Pigafetta anotó las siguientes lacónicas y trascendentales palabras: «1 de noviembre de 1520. Toda la flota entró en el estrecho». El almirante lo denominó, en honor del día y debido a su sentimiento religioso, «Canal de Todos los Santos»; la posteridad, en justo reconocimiento a su propia obra, le dio el nombre del descubridor.

El almirante de la flota se dispuso a reconocer la región. Estalló una terrible tormenta que tuvo a todas las naos en gran peligro durante 36 horas. El viento, que hasta ahora había soplado procedente del sur, procedía ahora del oeste, y, por tanto, de nuevo en contra de la dirección del viaje, viento que a veces se tomaba en huracán. Sólo a costa de muchos esfuerzos, avanzaban cada una de las naos. Magallanes, a pesar de este grave peligro marítimo, se tenía por el hombre más feliz del mundo y no podía serenarse de alegría: vio clara ya la ruta a las Islas de las Especies y de allí a España. ¡La posibilidad de la circunvalación del mundo se había convertido en realidad!

Pero las dificultades aumentaban: en este lugar fue donde la nao San Antonio, que iba cargada de víveres, se hundió. El desaliento se apoderó de toda la tripulación; las naos se encontraban en un estrecho, que en ciertos sitios se ensanchaba considerablemente, pero que sus orillas llanas y arenosas y ante el viento contrario, dominante, de carácter huracanado, requería esfuerzos sobrehumanos la continuación del viaje.

Mientras Magallanes navegaba en la mitad oriental de este nuevo estrecho, escribió el autor del Diario de Navegación:

«Observaba de noche muchos fuegos y por ello denominó a esta región: ‘TIERRA DE LOS FUEGOS’».



Desde entonces el archipiélago más meridional de América lleva el nombre de «Tierra del Fuego». Otras explicaciones acerca de este nombre carecen de aquel justificado fundamento.

Quien conoce el modo de vivir de aquellos indígenas, puede fácilmente explicarse las circunstancias por las que su descubridor le dio este nombre: cada familia aislada encendía fuego durante la noche, siguiendo su natural costumbre, a lo largo de sus llanas costas, entre las cuales navegaba la flota española, calentándose en sus hogares. Lo mismo que en aquella fecha, constituye hoy el fuego para los indios una necesidad vital y flamea constantemente, irradiando su calor durante toda la noche, acompañando a cada familia en sus viajes en canoas a través de sus intrincados canales o a lo largo de sus orillas. Precisamente estos eran los fuegos que resplandecían en aquella oscura noche, en la que las dos naos españolas intentaban penosamente seguir adelante, casi a ciegas por el estrecho descubierto por ellos. Dichos fuegos hicieron creer al descubridor que semejantes señales indicaba las proximidades de hombres vivos. Pero no llegó a ver un fueguino.

Durante tres semanas se balancearon las dos naos que quedaban en aquellas aguas de enormes olas sin que avanzasen casi nada. Magallanes tuvo de nuevo que proclamar la firmeza de su tenaz y enérgica perseverancia con respecto al fin del viaje. En la decisiva junta del 21 de noviembre de 1520, en la cual había examinado el dictamen de sus dos capitanes, expresó su inquebrantable confianza diciendo:

«Que Dios que nos ha traído a este hermoso canal nos sacará de él y nos llevará al fin de nuestra esperanza».



De repente se dobló el estrecho hacia el noroeste en el llamado cabo Froward. Magallanes ordenó se hicieran algunas salvas y que se tomara rumbo noroeste. Inesperadamente un viento favorable hinchó las altas y anchas velas de las naos y éstas se deslizaron rápidamente a lo largo de la magnífica perspectiva de la parte occidental del estrecho.

En confuso desorden se levantaban en ambas orillas -surgiendo a veces de las oscuras y espumosas olas- las más extrañas formaciones de relucientes rocas, elevadas colinas y montañas cubiertas por las lluvias, pedriscos y nieves permanentes, cortadas bruscamente por muchos desfiladeros y estrechos o anchos canales. Lo mismo al sur que al norte, se extiende este sombrío y amenazador mundo montañoso con sus innumerables vértices y picos, cubiertos con la brillante nieve de ventisqueros; de los terribles y estrechos valles surgen, inclinados suave o bruscamente, los glaciares, que arrojan su masa de hielo azul cobalto al agua salada, al mismo tiempo que bordea el pie de la montaña el verde oscuro de las hayas de pequeñas hojas.

A los 22 días de viaje, se situaron finalmente las naos en la salida occidental del Estrecho. El cronista registró en el Diario de Navegación estas lacónicas y trascendentales palabras:

«El miércoles, 28 de noviembre de 1520, abandonamos el Estrecho y llegamos a un gran Océano, al cual denominamos después Mar Pacífico».



Por último, aquí encontró la pequeña flota sin esperarlo un viento favorable del cual se pudieron aprovechar, pues se mantuvo sin variar durante toda la travesía del mayor de los océanos. y así, después de tres meses, llenos de los más grandes sufrimientos y privaciones, alcanzó al fin la valiente tripulación las Especias. En la continuación del viaje de regreso, llegaron las dos naos a las Filipinas, donde Magallanes fue asesinado en su lucha con los indígenas.

Como único resto de toda aquella flota, atracó la nao Victoria en el puerto de Sevilla, el 7 de septiembre de 1522, llevando a bordo únicamente 30 hombres de toda aquella tripulación que 1.124 días antes había iniciado la partida.

Aunque Magallanes no pudo participar en su Patria del merecido homenaje ni presenciar la terminación de su empresa, sin embargo es considerado por la posteridad -merced a su propia obra personal, que echó por tierra la anterior concepción del mundo y abrió una nueva vía para la circunnavegación de la tierra- como uno de los más grandes descubridores de su época, tan rica en héroes como extraordinariamente avanzada.


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